martes, junio 13, 2006

Biblioteca Central

Quise buscar un libro de esos que lo hacen a uno olvidar que está solo.
No encontré ningún libro que hiciera eso.
Estaba a punto de terminar mi carrera universitaria y no tenía la mínima idea de para qué carajos había estudiado Relaciones Internacionales. Por las tardes deambulaba en la Biblioteca Central Fray Servando Teresa de Mier, en la Macroplaza, esperando que algo sucediera. Una lluvia, un choque alguien que me reconociera en la calle o una película emocionante en los cines que estuvieran cerca.
Pero, carajo, no sucedía nada. A las seis de la tarde ya estaba de nuevo en esa Preparatoria para adultos, en Espinosa y Juárez, intentando convencer a un obrero y una ama de casa de que alguien menor que ellos puede ser su maestro.
Ella era terca, él era desconfiado.
Y yo esperaba las ocho de la noche para salir de allí directo al Bar Lontananza Jr. en Modesto Arreola y Guerrero, para relajarme un poco y beber no más de tres cervezas.
Si bebía cinco, las cosas seguirían hasta la una de la madrugada en que cerrraran el lugar.
Al día siguiente regresaba a la biblioteca y elegía un libro de ciencia, uno de poemas y uno de cuentos.
Nunca leía completo ninguno de los tres. Si acaso el de poemas, sin llegar a entenderlos.
La verdad cada vez me importaba menos llegar a entenderlos.

Hoy por la mañana pasé frente a la Biblioteca Central. Un par de estudiantes esperaban a que la abrieran y uno de ellos dijo: Chingado, yo no quería venir, aquí siempre me aburro.
Creo que su voz no estaba en mi plano dimensional. En ese momento no sentí ni una pizca de aburrimiento, y sí, toda la seguridad del maldito mundo.

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